Por Gabriela Torres de Moroso Bussetti
Psicóloga clínica Céd. 3275699 UNAM
En mis 35 años como psicóloga y casi 20 como tanatóloga, me es frecuente atender en mi consulta privada a adultos debido a la pérdida de un padre.
Y en una enorme mayoría de ellos me encuentro un denominador común: Les cuesta mucho validar socialmente su duelo.
¿Por qué ocurre esto en el duelo de un hijo adulto? Porque cuando como adultos perdemos a uno de nuestros padres, hay una expectativa implícita de que a uno ya no le afectará. Porque ya uno es un adulto. De 30, 40, 50 o más.
Se espera que los adultos aceptemos la muerte como parte de la vida, y que manejemos todas las pérdidas repentinas de una manera "adulta" y por tanto apropiada. Pero realmente, ¿Qué significa esto? ¿Que como adultos no deberíamos estar tristes ante la pérdida? ¿Que deberíamos estar tan agradecidos de que no murieron cuando fuimos pequeños y que no necesitamos llorar a nuestros padres?
Los cuestionamientos anteriores demuestran que socialmente existe una subestimación del duelo de un adulto, y lo mismo ocurre en el duelo por animalitos de compañía.
El duelo es la manifestación del vínculo emocional que hemos perdido. Esa pérdida no disminuye porque uno sea adulto o porque nuestra madre o nuestro padre sea una persona mayor y haya vivido una larga vida. A pesar de que en nuestro país haya un enorme culto a quienes ya no nos acompañan físicamente y festejemos "El día de muertos" casi como cultura única en el mundo, paradojicamente nuestra sociedad ejerce una enorme presión sobre nosotros para superar la pérdida, para superar el duelo... o más bien para reprimirlo y evadirlo en las formas posibles.
Pero, ¿Cuánto tiempo debemos llorar por el hombre que fue nuestro padre durante nuestros 50 o 60 años de vida? ¿Se debe llorar menos por una madre de 80 o 90 años que por una de 40?
Cierto. Las pérdidas físicas ocurren de un momento, pero sus consecuencias, a veces duran toda la vida. Yo lo veo diariamente en mi consultorio. Y NUESTRO DUELO ES VÁLIDO Y REAL PORQUE NUESTRA PÉRDIDA ES REAL. Cada pérdida tiene su propia huella, tan distintiva y única como la persona que perdimos. INDEPENDIENTEMENTE DE LA EDAD QUE TENGAMOS.
Cuando perdemos a un padre mayor (70, 80 o 90 años), muchas veces los amigos bien intencionados intentan ofrecer sus condolencias, tales como: "Tuvo una vida larga, debes estar contento con eso, ya está con Dios", o "Eres tan afortunada de que haya muerto tan rápido y no haya sufrido mucho". Sin embargo, estas palabras a menudo no resuenan cuando sufrimos la pérdida de un padre o una madre que estuvieron a nuestro lado toda nuestra vida. Simplemente porque nunca tendremos otro padre. Nunca tendremos otra madre. Y no hay manera de "prepararnos" para que no nos duela.
Muy frecuentemente olvidamos la importancia del vínculo emocional que tenemos con nuestros padres. Son nuestros primeros amigos, nuestros primeros maestros. Para muchos son nuestra principal conexión en la vida. Incluso si tenemos una pareja cariñosa, hijos que nos aman y muchos amigos cercanos, la muerte de un padre o madre significa una gran pérdida.
La idea errónea de que un adulto maduro y capaz no tendría que extrañar, llorar y lamentar la pérdida de sus padres puede hacer que esos huérfanos de 50 o más se sientan aún más solos, ya que su duelo no se reconoce.
Pero, ¿Por qué? Porque los huérfanos adultos nos damos cuenta, quizás por primera vez, de todo lo que ellos hicieron por nosotros desde que fuimos niños. Y así como algunos de nosotros, cuando nos convertimos en padres o madres, valoramos los retos que nuestros propios padres y madres deben haber pasado, los vemos desde un lugar diferente. Les agradecemos y los comprendemos.
Al llegar a la edad adulta, si realmente hemos aprendido, nuestra relación con nuestros padres cambia y continúa. Entendemos a nivel intelectual que morirán algún día.
Pero repito, comprenderlo no nos prepara para el dolor que sentimos cuando, como adultos, perdemos a nuestro padre o a nuestra madre. Que nuestro duelo es real porque nuestra pérdida es real y tenemos el derecho a vivirlo.
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